Sin embargo, llegado a Marruecos, Antonio contrae una grave y no bien precisada enfermedad: es obligado al reposo forzado y no puede predicar. Pasado algún tiempo y no sanando, no le queda más que rendirse a la voluntad de Dios y regresar a la patria. Pero el barco en que había embarcado, empujado por vientos contrarios va a dar a Sicilia, con un desastroso naufragio.
Después de una convalecencia de un par de meses, de Sicilia se dirige a Asís: es la ocasión propicia para encontrar a Francisco de Asís que, para Pentecostés de 1221, había convocado a todos los frailes. Será un encuentro simple, pero capaz de confirmar la elección que Antonio había hecho de seguir a Cristo por medio de la fraternidad y minoridad franciscanas.
Antonio es invitado a dirigirse a Romaña, al eremitorio de Montepaolo, cerca de Forlí, para dedicarse a la oración, a la meditación y al servicio humilde de los frailes.