Como en la vida de san Francisco encontramos la predicación a los pajaritos, en la vida de san Antonio tenemos la no menos fantasiosa y poética a los peces: Habría ocurrido en Rímini. La ciudad se encontraba firmemente controlada por los grupos heréticos.
A la llegada del misionero franciscano, los jefes dan la palabra de orden: encerrarlo en un muro de silencio. De hecho, Antonio no encuentra a quién dirigir la palabra. Las iglesias están vacías. Sale a la plaza, pero allí nadie da señales de darse cuenta de él, nadie presta atención a sus palabras.
Camina rezando y pensando. Llega al mar, se asoma y comienza a llamar a su auditorio:
Dado que vosotros demostráis ser indignos de la Palabra de Dios, he aquí que me dirijo a los peces, para más abiertamente confundir vuestra incredulidad.
Y los peces afloran por centenares, ordenados y palpitantes, a escuchar la palabra de exhortación y de alabanza.